viernes, 30 de mayo de 2008

Elogio de Pompidou

No queremos dejar pasar el mes de mayo sin sumarnos a la efeméride, al emocionado recuerdo del mayo francés del 68, esa avasalladora revolución que aún hoy sigue inflamando los corazones de los 'indesmayables' progresistas. Luego se supo que debajo de los adoquines no estaba la playa, sino el escaño europeo de Daniel Cohn-Bendit. Hoy se levantan monumentos a la barricada junto al escaparate de Cartier, con eso está dicho todo. Quizá para hacerse una idea de lo que fue aquello (lo cual sirve también para dar la razón a Norman Mailer cuando dijo que la persona más tonta que había conocido era Godard... y quizá también por añadidura el más tonto de los suizos pro-chinos) sea útil revisar La Chinoise, por cuyo metraje discurren una cantidad insólita de pijos jugando a guardias rojos y niñas monas haciendo mohínes cargantes. ¡Y esos eran los que iban a hacer la revolución!

Se dice que Samuel Beckett, durante los acontecimientos de mayo, se topó con Fernando Arrabal, que estaba construyendo una barricada en el Barrio Latino. «¿Qué hace usted ahí, señor Arrabal?» preguntó Beckett. «Estoy haciendo la revolución, señor Beckett. Echándole un poco de imaginación para intentar cambiar el mundo». Beckett sonrió y dijo «Pero qué dice usted, hombre de Dios. Dentro de cinco años todos estos jóvenes que le rodean se habrán hecho notarios». Y pretendían que los obreros acompañaran en la aventura a aquellas criaturas.

Sólo un idiota como Sarkozy ha podido conferir cierto prestigio a ese prolongado disturbio afirmando que ahí está el origen de todos los males, que él estaba de parte de la moral y que iba a enterrar el 68, denostando aquello de lo que proviene su actualidad, la revuelta que hizo posible el mundo de hoy y la sociedad que se hace representar por él. Un converso como André Glucksmann se lo ha dicho bien clarito a Nicolás: «Lo mejor y que no debes olvidar fue la emergencia de un espíritu anti totalitario, la contestación del comunismo y los crápulas stalinistas, el comienzo del fin del Partido. A mi modo de ver, el mejor heredero político de la franqueza brutal de Mayo 68 eres tú, Nicolas Sarkozy». Ya lo creo que sí.

Esa franqueza brutal ya se había apoderado de la voz de la gauche divine mucho antes. Michel Chemin, un periodista de Libération implicado en los acontecimientos de mayo llegó a decir que había que «preguntarse si la clase obrera existe de verdad. Ya en aquella época tenía mis dudas, aunque hacía como si me lo creyera. ¡Pero es una estafa suponer que una clase ostenta un poder casi mágico, capaz de transformar la sociedad». ¡Ojo!, palabras dignas de un neo-con. Serge July, director de Libération hasta 2006, y ex–maoísta de Gauche Prolétarienne, celebra la desaparición de los arcaísmos de la izquierda: «El izquierdismo francés jugó un papel formidablemente positivo. Permitió llegar hasta el final, acabar con todas las ideologías de vanguardia». Tela marinera.

Y es que el 68 eliminó las últimas barreras culturales para hacer el capitalismo socialmente deseable, haciendo que funcionara mejor. En los 70 se abandonó la jerarquización fordista del trabajo, sustituida por una organización horizontal en red que primaba la iniciativa del trabajador y su autonomía, inspirándose en el discurso izquierdista de la autogestión obrera, que paso a convertirse en un leitmotiv capitalista. El feo socialismo seguía encastillado en la burocracia y la jerarquía administrativa, aspectos conservadores frente al revolucionario capitalismo digital, tan atractivo. La denuncia artística del situacionismo, con su crítica de la vida dedicada a la fábrica y la alienación cotidiana, facilitó la flexibilidad laboral y la temporalidad de los contratos, más ese desenfado poetizado por la publicidad. Todo ello ha sido muy bien analizado por Luc Boltanski y Eve Chiapello en El nuevo espíritu del capitalismo. Además, la retórica de la liberación sexual está presente y forma parte del entramado ideológico de las sociedades de consumo. Lo que se materializó, por tanto, es un nuevo espíritu del capitalismo, desde entonces menos contestado por su permisividad de costumbres. Fue ahí donde empezó el viraje hacia el liberalismo, sustituyendo una dominación por otra. El obrerismo histórico fue erosionado por la izquierda y la clase trabajadora, acusada de aburguesamiento y vista, desde Marcuse, como sostenedora del orden capitalista merced a su supuesta integración, fue abandonada definitivamente a su suerte. Puesto que no es el estatus social lo que estructura las diferencias sino la biología (ser joven, mujer o inmigrante, como en la mejor tradición del izquierdismo americano) la clase obrera desde entonces no ha hecho otra cosa que arrojarse en brazos del lepenismo. Normal. La exaltación de la juventud, una categoría invisible hasta entonces en el panorama social (y en consecuencia celebrada hoy hasta la extenuación por la publicidad), del individualismo, la liberación de las costumbres que ha hecho aceptable la dominación económica en las democracias burguesas... se lo debemos a mayo de 68. No tiene sentido, hoy, el tono elegíaco empleado por la izquierda para recordar aquellos días.

Hoy, cuando sesudos analistas se afanan en destripar aquellos acontecimientos desde el ofuscamiento, la trivialidad o la autobiografía, veo que tiende a pasar desapercibida la figura de Pompidou, el único revolucionario del 68, a la sazón Primer Ministro de Francia, y voy a explicar por qué.

Mi primera toma de contacto con el personaje se produjo hace años durante el visionado de Grands soirs et petit matins, el documental de William Klein que narraba los acontecimientos de mayo. En un momento del tedioso metraje aparecía Pompidou, en una intervención televisada, con una cara de terrible aburrimiento que contrastaba con el alboroto sobreexcitado mostrado hasta ese momento. Pompidou hablaba de una manifestación estudiantil, sin que acertara a recordar con claridad quién la había convocado. Pero es que a continuación anunciaba la dimisión del ministro de Educación, renuncia que había aceptado al regresar de Afganistán. Pompidou no se aclaraba si quien había regresado de Afganistán era el ministro o él mismo. Todo esto en medio del presunto hundimiento del capitalismo. Alucinante.

Contaba José Luis de Vilallonga en sus Memorias que durante las revueltas de mayo sostuvo una entrevista con Pompidou, aquel viejo maestro de escuela amante de la literatura y el arte moderno metido a política y un humanista que puso de moda la cultura, algo en lo que todos le imitan. De Gaulle había escapado a Alemania para reunirse con el general Massu solicitándole que entrara en Francia al frente de sus tropas para consolidar su poder. Mientras el nerviosismo en huida de De Gaulle hablaba de la “empresa totalitaria comunista”, preso de arcaísmos políticos y de un lenguaje superado por la historia, y declaraba que todo era una maniobra de Moscú, Pompidou se divertía viéndolo como un asustado Luis XVI. Así hablaba a Vilallonga en medio de la refriega estudiantil: «Si ganan ellos el mundo de mañana podría ser muy diferente. Pero no ganarán.» Interrogado por las causas que le llevaban a decir tal cosa, añadía: «Porque el mundo del trabajo no les seguirá. “A los jóvenes”, me dicen constantemente los sindicalistas con los que trato de poner fin a todo esto, “no hay que tomárselos nunca en serio”. Yo no estoy muy de acuerdo con esta premisa, pero los obreros no bajarán nunca a la calle para aliarse con unos chicos que por la mañana queman los coches de sus propios padres y que a la hora de almorzar vuelven a casa para sentarse a la mesa familiar. El mundo obrero no entiende de frivolidades y nunca dará su apoyo a unos muchachos que no saben lo que significa vivir de un salario. Además, ¿qué es lo que piden esos universitarios desde lo alto de sus barricadas? Piden algo que nadie les puede dar. Piden que la vida deje de ser tan aburrida.» Y sigue: «Es una suerte que De Gaulle haya huido a Alemania porque de haberse quedado en París habría sacado los tanques a la calle y esta algarada de visionarios podría haber acabado en una revolución de verdad, con sangre y muertes». Vilallonga concluye su relato de la entrevista e interroga a Pompidou sobre cuándo acabará todo esto: «En cuanto se cabreen de verdad las amas de casa», dijo como si fuera obvio. Qué grande.

Todavía no se ha superado este análisis. Pompidou fue mucho más lejos que nadie entonces: cuestionó a De Gaulle, disolvió la Asamblea Nacional y convocó elecciones, algo que se consideró suicida pero que conllevó una derrota histórica de la izquierda. De Gaulle lo sustituiría como Primer Ministro por haberle cuestionado, pero un año después se vería obligado a dimitir y Pompidou sería elegido presidente de la República, liquidando lo poco que quedaba en pie del gaullismo. Con él comenzaría la modernización económica y la ruptura con el clasicismo de Hausmann representada por la construcción la Torre Montparnasse: el estilo pompidoliano, esa manera de incorporar adefesios modernos en una fisonomía urbana clasicista tan replicada por la arquitectura moderna. Y a él se debe la construcción del Centro Georges Pompidou, donde se han llegado a proyectar los aullidos cinematográficos de Debord. De la clase obrera nunca más se supo.

Pompidou no se puso nunca nervioso, y su visión tuvo más alcance que ninguna. Nadie fue más lejos. Fue un humanista pragmático, pero quizá el primer teórico a la inversa de la izquierda. De la de verdad, claro.

lunes, 26 de mayo de 2008

Achtung! Sahra Wagenknecht!

Ahora que el desánimo y el derrotismo atraviesan las decaídas facciones del progresismo, ahora que una congoja pequeñoburguesa invade a la cariacontecida izquierda, ahora que los defeccionados burócratas de antaño se entregan al chovinismo de los renegados socialdemócratas, hay todavía espacios para la ruptura, para la contestación revolucionaria, hay damas que recogen el testigo de los históricos ovarios en armas y se perfilan como sucesoras de Louise Michel, Rosa Luxemburgo o Tamara Bunke. Está pasando ahora, delante de nuestras narices, no hay que irse a Cuba o al cinturón industrial de Barcelona, sucede en el vientre mineral de Europa y su voz se oye en el acartonado parlamento europeo. Se llama Sahra Wagenknecht, hija histórica de Karl Liebknecht, sus estrógenos están teñidos de rojo y queremos un lugar en la trinchera, a su lado, siempre a la verita suya. Las guapas sin domesticar lo son más, y Sahra pertenece ya al motín.

En los últimos días ha sido la comidilla de la prensa por defender a Hugo Chávez, que ha comparado a la cancilleresa Angela Merkel con Adolf Hitler. Por supuesto la prensa seria (es decir, derechista) se ha echado encima de la bella Sahra, némesis de la Merkel, que anda pletórica exhibiendo esplendor de mamas en la ópera de Oslo. Quizá hay un punto de conexión entre las caderas feminoides del Führer y el experimentado look masculino de Angela, quien fue militante de las Juventudes Comunistas de la RDA y hoy jefa de la derecha alemana, es decir, una trepa desde la cuna, que ha apoyado campañas racistas en Renania y que no tuvo tantos escrúpulos democráticos al defender a Jörg Haider, famoso por su devoción filonazi.


La prensa educada está nerviosa, Sahra es como el acero de Stalingrado, y la tilda peyorativamente de estalinista mientras ella maneja sin despeinarse el vocabulario heroico de la vieja guardia roja. En su web hay armas dialécticas para enfrentarse al capitalismo y es una carismática vestal de Die Linke, un partido surgido de la unión entre el PDS (heredero del SED germano–oriental) y la WASG (el ala izquierda de la socialdemocracia alemana), que está en alza y es referente de la izquierda continental, lejos de terceras vías apestosas.

Sahra no tiene problemas en airear su ostalgie, la nostalgia de la RDA, donde nació en 1969 (se afilió al SED de Honecker en 1985), recita de memoria a Marx y a Goethe y tiene redaños para decir que la reunificación alemana fue el «núcleo de la contrarrevolución». Su mirada marcial custodia el vintage estalinista, y ha quitado el polvo a las viejas arengas, a la pedagogía roja. Su modelo político es la RDA de las décadas de los 60 y 70 y habla de socialismo y lucha de clases con desenvoltura. Su nombre es peligro y la Verfassungsschutz (la Oficina Federal para la protección de la Constitución) la tiene bajo vigilancia. En sus ojos de arrebatada impiedad roja se sublevan los parias de la tierra. Ha pedido nuestro voto para hacer de su partido el de Rosa Luxemburgo. Nuestro corazón ya lo tiene.

jueves, 22 de mayo de 2008

Agresión a la cocina tecno-emocional

En FULMERFORD somos adictos al pesimismo venenoso y nos lo estamos pasando pipa con el último pseudo-debate de las artes. Decía con razón Luis Miguel Dominguín que en este país no se puede hablar bien de los vivos ni mal de los muertos, si a esto añadimos el bien arraigado deporte nacional del cainismo no habrá de extrañarnos esta reyerta de restauradores divos. Uno de las primeras denuncias vino del desabrido iberismo de Sánchez Dragó, que manifestó su hartazgo de las “gilipolleces” de Ferran Adrià, equiparando su restaurante, El Bulli, con la casa de Lúculo en Roma. El propio Julio Camba previno en su tratado gastronómico contra la manía de disimular los alimentos bajo aparatosos adornos, aliños o salsas, costumbre que surgió en la Roma decadente y que quizá caracterice la cocina de escaparate de nuestro contemporáneo zeitgeist. Estamos de acuerdo con Nietzsche cuando relaciona la dieta con el estado espiritual de una nación, y nos ponemos de lado de la gastrosofía, esa semiabandonada filosofía de la alimentación que privilegia la moral por encima del paladar de gourmands ingobernables o de gourmets apacibles. Este espectáculo de las cocinas nos parece lamentable y acredita la verdad de que somos lo que comemos, el agilipollamiento social tiene su traducción en estas tonterías que discurren por el tracto digestivo de la burguesía, etiquetadas como Alta Restauración.

El último en proclamar que el rey va desnudo ha sido Santi Santamaría, que se ha despachado a gusto contra Ferran Adriá y sus secuaces, acusándolos de atiborrar sus platos de gelificantes y emulsionantes nocivos para la salud. «Hay que soportar a cocineros pretenciosos que dan de comer a sus clientes platos que ni ellos mismos comerían y que sirven comidas que nuestros padres nunca se hubieran atrevido a poner en un plato». Y añade: «los cocineros somos, y me incluyo, una pandilla de farsantes que trabajamos por la puta pela, estamos para alimentar y distraer a los ricos y a los snobs y luego hacemos calendarios solidarios», ha dicho Santamaría, a quien aplaudimos aquí con entusiasmo. Sólo los más grandes pueden ciscarse en el público que los mantiene, poniendo al descubierto el indisimulado tufo de corporativismo que alienta a los más importantes cocineros españoles, ese circo itinerante que deslumbra al mundo y que en número de 500 ha suscrito un comunicado en defensa de Adriá. Dicen que Santamaría «no sólo perjudica al colectivo de cocineros sino que deteriora el prestigio que el país ha conseguido en su conjunto a nivel mundial gracias, entre otras cosas, a la cocina y a los cocineros.» Se trata de una cuestión de honor que nos atañe, una afrenta nacional, ese escudete en el que la burguesía cobija su interés por el lucro personal. Añaden que «enfrentar la cocina tradicional a la moderna, sea tecno-emocional, sea del estilo que sea, es ya por principio, y una vez más, tener ganas de protagonismo». ¡Está claro que redactan peor que cocinan! A Santamaría, que alerta contra un problema de salud público por el uso de la metilcelulosa, se le desposee también de la educación y el respeto.

Ferran Adrià tiene su propia entrada en la wikipedia, un apellido con acento inclinado a la izquierda que es vitola de catalanidad y un talento que algunos equiparan al genio daliniano. Se ha dicho que es el mejor cocinero del mundo. La gente sencilla siente ante sus creaciones un estupor similar a aquel que experimenta en las pinacotecas modernas. ¿Estafa, tontería, genialidad, arte?

Arriba lo tienen con esa expresión de genio meditabundo, ese ademán avantgarde, esas perneras que caen en elegante forma de acordeón, como palpándose un ganglio a la espera de que las musas le inspiren un nuevo vanguardismo gastronómico. Él, y sólo él, ha adaptado genialmente a algo tan prosaico como la cocina un prestigioso término de la filosofía francesa, la “deconstrucción”. Toma ya. Según la wikipedia, y vayan abrochándose los cinturones, «la deconstrucción es la generalización por parte del filósofo postestructuralista francés Jacques Derrida del método implícito en los análisis del pensador alemán Martin Heidegger, fundamentalmente en sus análisis etimológicos de la historia de la filosofía. Consiste en mostrar cómo se ha construido un concepto cualquiera a partir de procesos históricos y acumulaciones metafóricas (de ahí el nombre de deconstrucción), mostrando que lo claro y evidente dista de serlo, puesto que los útiles de la conciencia en que lo verdadero en-sí ha de darse son históricos, relativos y sometidos a las paradojas de las figuras retóricas de la metáfora y la metonimia.» Para Adrià no es sino un proceso consistente en aislar los diversos ingredientes de un plato, generalmente típico, y reconstruirlo de manera inusual, de tal modo que el aspecto y textura sean completamente diferentes mientras que el sabor permanece inalterado. La afectación de la nomenclatura es marchamo de distinción intelectual, Deleuze y Derrida estarían de acuerdo conmigo.



Aún recuerdo la primera vez que supe, gracias a la televisión, de la existencia de este genio inigualable: batidora en ristre, emulsionaba zumo de zanahoria en la parte superior con objeto de obtener una espumilla que tomaba primorosamente de la superficie con una cuchara para incorporarlo a otro plato. El proceso tenía como resultado el “aire de zanahoria”. Se podía hablar de TV interactiva: él maniobraba al otro lado de la pantalla y yo blasefemaba a este lado de la misma con frenesí. El empleo de alginatos, gelificantes y nitrógeno líquido son marcas distintivas de su cocina. Se nos dice también que el humor y la broma tienen su papel. ¿Quién no se relame con la sola idea de degustar maravillas como la arlette ibérica, la air-baguette de harina de malta con caramelo de canela caramelizada, el crunchy de quinoa a la almendra amarga, yogur y saúco, el áspic caliente de nécoras con cous-cous de minimazorcas o las espardenyes empanadas con esponja de coco y aceite ahumado? Un mundo de exóticas reminiscencias humecta nuestros paladares, estos manjares son el modernismo de nuestra década gris, versos que tienen la mesa y no el papel por soporte. Surgen cocineros en su estela que –¡atención!–, «analizan la estructura molecular de los ingredientes con un espectrómetro de infrarrojos de resonancia magnética atómica»; el nitrógeno líquido se incorpora al recetario de esta nueva Jerusalén alimenticia que es la gastronomía molecular. No está lejos el día que los desperdicios de las mejores cocinas tengan el tratamiento de residuos nucleares y que haya una escafandra para los postres como hay un cuchillo para el pescado.



Adrià, genio multidisciplinar, ha sido incluso invitado a la Documenta de Kassel, uno de esos saraos artístico-capitalistas para élites cultivadas en los que se reparten cerificados de posteridad. Allí Ferran se negó a cocinar alegando que «la cocina no es museable, es una disciplina artística que necesita su propio escenario», una sensata postura que ha sido (mal)interpretada por detractores aviesos –no sabemos por qué– como una tomadura de pelo monumental al resto de artistas que sí exhiben su obra. Es la “instalación” total, la performance que sirve de colofón a todo el arte contemporáneo: la obra sin obra. Nadie puede a estas alturas cuestionar los planteamientos avantgarde de Ferran, la necesidad dialéctica de la cocina tecno-emocional.


Quizá Adrià haya sintonizado muy primordialmente con la aversión de las castas superiores hacia el naturalismo, esa realidad siempre cambiante que cualquier día puede dar al traste con su fortuna, y esas metamorfosis gelatinosas tengan como finalidad específica hacer desaparecer la naturaleza ahormándola en tranquilizadoras formas geométricas, haciendo la anécdota sustantiva.


Desde FULMERFORD lanzamos una idea para la cocina avantgarde: sugerimos la radiación ionizante de alimentos, tal como se hace con la comida de astronautas. El isótopo debe incorporarse de inmediato a la alta restauración. Quizá los pioneros en estas reconstrucciones fueron los soviéticos en el empeño de alimentar a sus cosmonautas con esos tubos semejantes a los de pasta dentífrica. Mientras la ciencia se esfuerza en que la comida del espacio se parezca a la terrícola, aquí abajo la comida ha dejado de parecerse a sí misma. Claro que los grandes chefs de la dieta espacial también reciben premios, disfruten de la atmósfera comunistoide del acontecimiento:

viernes, 9 de mayo de 2008

Quiero ser como Nick Bollettieri

En los últimos tiempos he detectado cierto declive en la faceta recreativa del tenis femenino, copado ahora por satinadas estrellas del Sports Illustrated con brazos de virago e interminables piernas –las menudas y sobreataviadas demoiselles en la estela de Maud Watson se cuentan en el amateurismo del pasado y no sirven para la actual pasarela de cuerpos–, quizá porque la violencia deportiva masculina es más vistosa siempre que el ejercicio femenino que la replica. Se desvanece, en un pasado lejano, el apogeo del desquiciado lesbianismo épico de Navratilova contendiendo con la exquisitez femenina de Christ Evert, la niña perfecta de dulces maneras. Las raquetas de aluminio desplazaban a las de madera y la fuerza y la potencia erradicaron la imaginación artística del juego. Luego vendrían los cañonazos prusianos de Steffi Graf, que se harían acompañar de bostezos en las gradas. Entonces irrumpieron en el circuito el refrescante Agassi, con sus bermudas de jeans, y el antiortodoxo golpe a dos manos de Seles, acompañado de bestiales gemidos. Ambos habían salido de la academia de tenis de Nick Bollettieri, el instructor de tenis más grande de todos los tiempos, alguien que demuestra que, si no sabes hacerlo, dedícate a enseñarlo. Su filosofía se resume en estas palabras: «Pégale todo lo duro y pesado que puedas». Esta amonestación no la escuchan púgiles rocosos, sino las dotadas lolitas de Bradenton.

Y es que sólo en los USA los hacen así, allí perdura ese espíritu aventurero de los buscadores de oro que pelean bajo un sol que castiga sus lomos, y es que el azote solar siempre acompaña las artes pacientes como la agraria, hecha de esperas y de siembra, no muy distinta de la que ejerce este pigmalión moderno. Nabokov supo ver el encanto de la cultura pop americana antes que Warhol, y Humbert Humbert quedó deslumbrado por los campamentos americanos para chicas. Porque Nick ha entendido el signo de los tiempos y va mucho más lejos que los adustos instructores de tenis de la vieja escuela académica, que le desprecian. Tiene detrás un pasado de paracaidista destinado en los dorados 50 en Asia, cuando los soldados se afeitaban con sus bayonetas y escribían cartas a sus novias, replicando la aspereza de Errol Flynn de Objetivo: Birmania. Porque Nick no ha descuidado su formación humanista y es graduado en filosofía. Porque Nick es un tipo divertido que abandonó sus tediosos estudios de derecho en Miami para dedicarse a la enseñanza del tenis: mediocre jugador, aplicó sus conocimientos a la forja de estrellas. Alguien del staff de su academia habla así: «Les enseñamos a los chicos no sólo tenis, sino también cómo relacionarse con la prensa, cómo vestirse, cómo estar ante la televisión y es esto algo que muchos no saben. Una estrella del tenis es aquel que trasciende más allá de los logros deportivos y es reconocido por aquellos que no son del mundo del tenis. El tenis de hoy necesita más estrellas porque eso hace crecer al deporte». La nueva fábrica de los sueños tiene forma de pistas verdes horneadas en Manatee County.

Bollettieri nació en el estado de Nueva York y desde muy joven se sintió atraído por los deportes, siendo el tenis su verdadera pasión. A mediados de los 70 lo encontramos en un resort hotelero, propiedad de Rockefeller, en Puerto Rico, ejerciendo de cansadazas incombustible junto a la arena caribeña. Se traslada después a California. En 1978, y con un millón de dólares prestado, construye unas pistas, adecenta un motel para alojar a sus pupilos y abre su academia de tenis en Florida, cuarenta acres para educar talentos. Brian Gottfried y Sheryl Smith fueron sus primeros pupilos, ahí es nada. Desde entonces, la factoría de este talent hunter, conocida como Alcatraz, ha dado al mundo un formidable elenco de estrellas: Agassi, Jim Courier, Seles, Sharapova, Sampras, Kournikova, las hermanas Williams, Mary Pierce… Ni Elite Model Management puede presumir de esponsorizar tantas guapas mundiales. Claro que Nick no ha tenido empacho en regañar a sus discípulas como responsable educador que es: a Mary Pierce la llamó gorda, y afeó las palabras de Kournikova al final de un partido en que llamó puta a una rival. Él ha recuperado la filosofía de la palestra griega. Y sí, sus chicas no encandilan precisamente por su tenis vistoso, son más bien chillones molinillos dinámicos que dan palos desde el fondo de la pista, pero los resultados están ahí. Es un hombre que conoce y asume la responsabilidad de saber que un montón de padres le ofrecen a sus primogénitas.

El talento tenístico se detecta antes en las niñas y la academia destina un agente a cada nueva joya. Ya prevenía Nabokov de que sólo ciertos viajeros embrujados eran capaces de detectar a la nínfula de entre un montón de chiquillas, pero su disciplina marcial es enemiga de la lasitud del ninfulomaníaco. Clare Quilty y Humbert Humbert verían con disgusto sus reglamentos.

Nick se levanta a las 5:30 (¡AM!) para hacer ejercicio, y por ello es capaz de presentar a sus 76 años esa estampa aguerrida que desafía el look machihembrado que bendicen las revistas masculinas de moda. Esas gafas de arrogante chuloplaya con que se defiende del sol, antifaz de superhéroe de la Marvel de las que sólo debe despojarse para descansar de su tarea titánica; ese pecholobo de veterano que ha sabido adaptar a los tiempos, pasando de la rizada fronda con medalla de oro al rasurado brillo sin adorno de hoy. Nick maneja como nadie el lenguaje seductor de los pectorales, algo inalcanzable para los ejecutivos de Wall Street en su vacío laboral. Tiene aspecto de gustarle el olor del napalm por las mañanas, pero es también capaz de acicalarse para el Abierto de Estados Unidos con una camisa rosa. Demasiado viril para GAP, pero no menos agreste para la corrección indumentaria de la Ivy League, Nick es uno de esos solitarios intrépidos que no cabe más que en sí mismo. Estoy seguro de que Nick Bollettieri no tiene ni puta idea de quién es Deleuze (ni falta que le hace).

En su cuidada web Nick lo da todo y nos advierte que tienes que ganarte el derecho a quitarte la camiseta (You have to earn the right to take your shirt off to coach!). Allí están las imágenes de las estrellas del mañana. Allí leemos lo siguiente: «Nick brings his own passionate style to everything he does with a raspy voice that is easily recognizable and a message that cannot be ignored

Pero no todo es glamour, acento en la cultura del éxito, Nick tiene tiempo también para mejorar el mundo, y organiza campamentos de verano en Vermont sin ánimo de lucro para niñas gorditas donde se las inculca hábitos saludables alimentarios de ejercicio. Camp Kaizen es la conciencia protestante del dinero, y una obra encomiable en el país de los gordos. Allí se trabaja la autoestima, todo sucede con orgullo a espaldas de esa América opulenta y grasosa. Hay mucho trabajo por hacer, pero Nick tiene fuerzas suficientes para acometerlo. Yo guardo una foto suya en el cajón para el momento en que, antes de entrar en el quirófano, al taller de reparaciones plásticas, susurre al cirujano unas sencillas palabras: así, así es como quiero que me dejen, justo como él.

La arruga es bella, es un diploma de la experiencia. Véanlo aquí, con ese carisma, esa contagiosa gracia, esos ademanes que nos empujarían a la guerra, esa responsabilidad de llevar los USA en el abdomen.

lunes, 5 de mayo de 2008

Hartos de rehab

Uno de los más recientes cultos mitómanos es el que presta atención a las terapias de desintoxicación de algunos descarriados del star system mediático. La propia vida y su deterioro como materia sujeta a inspección pública, que seduce audiencias tanto o más interesadas en los infiernos personales que en el presunto talento de sus protagonistas. Puesto que la pornografía –la exposición total, lo más desnudo más allá del desnudo– es un discurso en alza, tiene su relato paralelo en esta abundancia de falsas caídas, fenómeno agudizado por la capacidad narrativa de los mass media, inencontrable en las artes tradicionales y que ha hecho proliferar la moda de los estilos de vida altamente perjudiciales para el hígado como aspiración vital. La rebeldía como privilegio, como status. Los famosos se permiten con rijab el lujo de una reparación biográfica, fuera del alcance de los mortales. Las adicciones elitistas jalonan una precocidad averiada de artistas, modelos o actorcitos. El alejamiento del ojo público no es vergonzante, sino ocasión de orgullo del propio lifestyle: fiestas locas, bandejas de nieve, piscinas de moët chandon y chicas de pasarela. Detox, rehab… un léxico especializado se incorpora al debate público.

La edad adulta queda en suspenso al acudir a rijab. Lo dice Amy Winehouse: "They tried to make me go to rehab/I said no, no, no./Yes I been black, but when I come back/You wont know, know, know/I ain’t got the time/And if my daddy thinks i´m fine/He’s tried to make me go to rehab/I wont go, go, go". Ser chungo mola. La anorexia no existe en el tercer mundo y siempre hace más mella en las clases altas. Las que no tienen papi que las recoja del suelo tiran para adelante, trabajan de cajeras o de lo que sea. Así que a rijab van las pijas, las que pueden permitírselo.

Por supuesto, las clínicas de rehabilitación –las más famosas son las de Los Angeles– son correctos espacios con parterres, mecedoras de teca y pasillos bien ventilados, celdas glamourosas para santas contemporáneas, lejos del horror de las salas públicas de venopunción para yonkis de baja extracción.

Ahora la atención no se dirige a los implantes de silicona, las rinoplastias, los liftings o las inyecciones de colágeno, sino a otro mejoramiento de orden más espiritual. La sociedad del hartazgo vuelve los ojos al aleccionamiento cristiano de la cruz. Las drogas son malas, pero la experiencia se banaliza al mostrar la rehabilitación de los adictos. Acertado término, pues rehabilitación significa también en términos legales la reintegración de la honra o las dignidades de las que fuimos privados. Britney Spears y Lindsay Lohan nos descubren los aspectos deportivos del vómito.

En la sociedad de clases pacificada la historia de la sangre ya no es la de su derramamiento, sino la de su sustitución. Cambiarse la sangre en Suiza es una actividad de prestigio, un gaje olímpico, privativo de unos pocos. Nace una estética sofisticada, ampulosa, sobre el tema. Steven Meisel retrata a top models ingresando en clínicas de rehabilitación, como antes las retrató sometiéndose a operaciones de estética.

Los fans modifican su experiencia vicaria (las emociones experimentadas a través de las vivencias de otros) y lo sustituyen por un instinto protector, vigilante, y no es raro que berreen reclamando el derecho a la tranquilidad para sus ídolos. Vean si no a este joven histerizado pidiendo que dejen en paz a Britney:


Todo esto son maelstroms de mentirijillas, una manera de banalizar la trasgresión para anularla. Estamos hartos del rollo rijab, de estas penurias artificiales. Lejos queda el encanto luciferino de viajes sólo-de-ida, el ingreso en márgenes irrecuperables de un Chet Baker o una Billie Holiday, el infierno en penumbra de Liza Minelli y Carrie Fisher, o la trinchera mental donde pernocta la alienación lírica de Panero. Siempre nos quedará el rijab fantástico de Mariah Carey, que ha pasado del engorde olímpico -una autodestrucción más heroica porque en la sociedad actual no hay peor ostracismo que el de la grasa- a pin-up neumática y porque ha pasado de ser indie total -las pobres cifras de ventas de sus discos así lo certificaban- a súperventas.

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