jueves, 23 de octubre de 2008

La espada y el tirso

¿Fue todo siempre así de feo? No. No así de aburrido, de plano, de contentadizo. Hubo poetas obreros y estetas con gusto por el apocalipsis. La música había perdido las aristas sociales tras el altercado sonoro del punk y la relajación escapista de la new wave. Brian Eno estaba educando a unos horteras irlandeses encabezados por Bono. La derecha tenía a Ian Curtis, a Sal Solo, el calvo de Classix Nouveaux (que ahora oficia misas tecno y raves católicas desde diversas plataformas multimedia). Había algunos más. Nixon ya descubrió el filón electoral de los jóvenes cortejando a un Elvis grasiento en varios sentidos. No tardaron en imitarle. Los políticos, rodeados siempre de contables, polemólogos y mandarines, se amistaban ahora con los bardos. Nada nuevo bajo el sol. El poder siempre ha reservado un lugar en los palcos para los tañedores de arpa.

Bono ha sido el último en rescatar aquella idea para malversarla, promoviendo con la etiqueta Red Wedge el consumo de “productos rojos”. Ha dicho que el rojo es el color de la emergencia (¿quizá también de la caridad?) y está orgulloso de trabajar con GAP y Nike para recaudar dinero contra el SIDA. «Rojo es donde el deseo se encuentra con la virtud, donde el consumo se encuentra con la filantropía, donde el Shopping atiende las necesidades de un continente». Así sin despeinarse. Porque los red partners tienen altos estándares en las prácticas laborales. Toma ya.

En 1985 unos músicos se encaminaron al combate y abrieron la tienda en las sucursales de los laboristas. Estos estaban atravesando el desierto bajo el pobre y cuestionado liderazgo de Neil Kinnock, uno de esos tipos con con cara de born to lose y una modernidad ideológica de circunstancias. Él inició la renuncia a la ortodoxia socialista, puso las viejas banderas en los desvanes mientras los leftist más clásicos gruñían a los pies de Tony Benn, uno de esos tribunos con estilo, un gentleman, un maestro de la oratoria de vieja escuela afecto al tweed sartorial, que por una extraña paradoja es ahora un cantante pop gracias a su colaboración con Colin MacIntyre.

Había nacido la Red Wedge. Al frente estaban Paul Weller, Billy Bragg y Jimmy Somerville. El movimiento contaba con un espléndido logo diseñado por Neville Brody, diseñador y director de arte de THE FACE, inspirado en la archifamosa litografía de El Lissitzky. Iniciaron una serie de giras para movilizar políticamente a la juventud británica y poder desalojar a la Thatcher de Downing Street. No sé a quién se le ocurrió el invento, pero estuvo bien, muy bien, durante un rato. Weller había disgustado a los fans de The Jam cuando abrazó el soul britannia y los sonidos negros al frente de The Style Council, una aventura tan excitante como incomprendida con la que cocinó hits cuyos títulos (Come to Milton Keynes, Shout to the top, Money go round…) anuncian protesta. Todo ello con remeras de college, blazers, gabardinas francesas y zapatos blancos. No estoy seguro de que el videoclip de Long hot summer, una provocadora obra maestra, fuera la clase de arenga que agradara al rústico afiliado sindical.

La Cuña Roja emprendió una serie de giras que contaron con ilustres como Madness, Prefab Sprout, The Smiths, Junior Giscombe, Captain Sensible, The Specials… la lista es larga. Y las canciones hablaban bien a las claras del estado de cosas: Taking tea with Pinochet (Christy Moore), Tramp the dirt down (Elvis Costello). Los Blow Monkeys, otro combo de socialismo dandy, dedicaron su vitriolo pop a la Thatcher en «She was only a grocer’s daughter», su tercer LP, y este paradójico dicterio classy llevó a prohibir su difusión en la BBC durante las elecciones de 1987, sobre todo por un dueto con Curtis Mayfield, el «(Celebrate) The Day After You», que auguraba un descalabro electoral que nunca se produjo. La hija del verdulero siguió con su campaña de destrozos. La Cuña Roja fracasó en parte, como toda pedagogía narodnik, y luego sobrevino su desaparición. Pero obtuvo resultados entre los jóvenes. No todo fue en vano, aunque hoy enternece su entusiasmo por las consecuencias de una mudanza parlamentaria. La izquierda ya domesticada que gobernó luego, con el belicoso teatro de la Klassenkampf apaciguado por fin, decidió que la mierda olía bien y que se podía prohibir la caza del zorro mientras se fomentaba la matanza industrial de irakíes.

Gordon Brown, el jefe del laborismo británico, ha anunciado la nacionalización de algunos bancos, reparando los estragos del liberalismo desmelenado de la Thatcher. Lo que hace no tanto habría sido un audaz movimiento hoy es la evidencia de que el Estado acude al rescate del liberalismo inviable, nacionalizando la pérdida y privatizando el beneficio.

Parece que el laborismo inglés se va a estrellar próximamente, y eso que enfrente está David Cameron, lo más mediocre que han podido encontrar los tories, encabezando un partido donde cuesta encontrar a esos viejos con tweed, coroneles del Imperio, y a esas arpías con traje de chaqueta y perlas. Los nuevos conservadores tienen todos un color rosado de piel y acento de colegio de pago. Quieren el voto de la clase media y de los jóvenes. Esto es lo que se avecina.

Neville Brody terminó rediseñando el Times, la cabecera conservadora, y Billy Bragg tiene muy buenas palabras para la Reina, a quien dedica autógrafos. Blair inventó el Nuevo Laborismo en el que han abrevado todos los socioliberales (aquí los vernissages de Elena Benarroch tenían una modernidad festiva que terminó por enterrar la pana de Suresnes). Todos han rumiado su desengaño y disfrazan las muescas de la edad a su manera. Todos siguen siendo un poco díscolos a su manera. Weller ha dejado de ser el hombre más sexy del mundo para mi compañera Millana y arrastra su melancolía con elegancia. Cameron, el nuevo líder conservador, ha declarado que The Eaton Rifles, de los Jam, es su canción favorita de todos los tiempos y Weller le ha preguntado qué jodida parte de la letra no ha entendido. Jimmy Somerville agigantó el arcoiris con su carrera en solitario y hoy es un mito de consumo gayer en el duro circuito alemán, mientras su compañero en los Communards, Richard Coles, tras una etapa como periodista católico, ha sido ordenado sacerdote de la Iglesia de Inglaterra. The Blow Monkeys ha vuelto a sacar un disco (muy flojo). Hoy sólo queda la nostalgia y la simpatía por estas trincheras sonoras. Que regresen. Lo otro, la rosa del labour, terminó por marchitarse.

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