
Fignon obtuvo el apodo de “El profesor” gracias a sus gafas de intelectual post-estructuralista, nada que ver con las espantosas gafas deportivas de sol que hoy acostumbran a verse en el pelotón internacional, esos parabrisas con patillas de iridio sin bisagras. Ese arcaísmo condecía con su aire culto. Además, en España siempre se ha sentido un odio ignaro por el “chico de gafas”, a quien siempre se ha mirado con desconfianza. A esta rareza añadía la de su origen urbano –era parisino–, inhabitual en un deporte donde la mayoría de los practicantes en la élite acostumbran a ser de origen rural, quizá porque un deporte tan duro necesita para su ejercicio una abnegación campesina (¡y un buen dealer! Como diría Guillermo Furiase: la puta droga). Además, Fignon era francés, la condición infame, el grado más ínfimo en las jerarquías patrias de maldad. Yo, un niño con gafas afecto a cierto afrancesamiento izquierdoso, no podía sino ver con simpatía a aquel elegante corredor. La franja de la siesta veraniega española, de manteles con moscas, se adornaba de inquina antifrancesa. Los locutores no ocultaban su desprecio por el gabacho. Consiguió la victoria en el Tour del 83 por delante del magnífico Bernard Hinault, el ciclista francés con el mejor palmarés de la historia. En la siguiente edición volvería a conseguir el maillot jaune y subir con él a lo más alto del podio de los Campos Elíseos. El chovinismo galo pareció encenderse de nuevo con el ídolo, destinado a marcar una época en la grand boucle, pero una lesión en la rodilla le impidió volver a reeditar su victoria.

En el Tour del 89, el arrogante rubio avefénico pareció renacer de sus cenizas, y le faltó bien poco para conseguir su tercer Tour. Llegó como líder a la última etapa, la contrarreloj con final en París, pero terminó perdiendo frente al norteamericano Greg Lemond por tan sólo ocho segundos, la diferencia más escasa en la historia de la carrera. Al entrar en la meta, el gruñón rompió a llorar como un niño. Fue como cuando los nazis entraron en París, toda Francia llorando. Aún recuerdo aquella emocionante imagen. Quizá fue la bofetada definitiva al gaullismo –tan hostil al atlantismo–, o la patada final al esfuerzo romántico: se dice que Fignon perdió porque su coleta perjudicó su aerodinámica, la misma que el americano favoreció gracias a un aparatoso casco y un manillar de triatleta. La tecnocracia acaba con todo.

Fignon era realmente antipático, uno de esos héroes estoicos que despreciaba el “caer bien” y que no tenía empacho en afirmar que los colombianos –apodados los escarabajos– jamás ganarían el Tour porque eran una raza inferior. En España nunca se perdonó el estigma de su francesidad, ni su fobia napoleónica a las etapas pirenaicas, donde se emboscaba la guerrilla ciclista española, pero ha habido pocos corredores con más clase. Quienes le conocieron dicen que esa imagen no se correspondía con sus dulces maneras en privado. Lemond inauguró una nueva era de corredores máquina, expertos chuparruedas que lo daban todo en la cronometrada. El aburrimiento, vamos. Y eso que al americano la suerte nunca le acompañó: fue disparado accidentalmente en el pecho por su cuñado mientras cazaban en California, y su mujer se puso de parto el mismo día del accidente. Ganó el Tour del 89 con restos de perdigones en el cuerpo.
Pero el ineducado Fignon siempre será el más grande. Aunque a la prensa española le joda. Sólo las más grandes rockstars pueden concentrar su desprecio en un salivazo.
“El Tour expresa y libera a los franceses a través de una fábula única donde las imposturas tradicionales (psicología de las esencias, moral del combate, magicidad de los elementos y de las fuerzas, jerarquías de los superhombres y de los domésticos) se mezclan con formas de interés positivo, con la imagen utópica de un mundo que busca obstinadamente reconciliarse con el espectáculo de la claridad total de las relaciones entre el hombre, los hombres y la naturaleza.” (ROLAND BARTHES)