No queremos dejar pasar el mes de mayo sin sumarnos a la efeméride, al emocionado recuerdo del mayo francés del 68, esa avasalladora revolución que aún hoy sigue inflamando los corazones de los 'indesmayables' progresistas. Luego se supo que debajo de los adoquines no estaba la playa, sino el escaño europeo de Daniel Cohn-Bendit. Hoy se levantan monumentos a la barricada junto al escaparate de Cartier, con eso está dicho todo. Quizá para hacerse una idea de lo que fue aquello (lo cual sirve también para dar la razón a Norman Mailer cuando dijo que la persona más tonta que había conocido era Godard... y quizá también por añadidura el más tonto de los suizos pro-chinos) sea útil revisar La Chinoise, por cuyo metraje discurren una cantidad insólita de pijos jugando a guardias rojos y niñas monas haciendo mohínes cargantes. ¡Y esos eran los que iban a hacer la revolución!
Se dice que Samuel Beckett, durante los acontecimientos de mayo, se topó con Fernando Arrabal, que estaba construyendo una barricada en el Barrio Latino. «¿Qué hace usted ahí, señor Arrabal?» preguntó Beckett. «Estoy haciendo la revolución, señor Beckett. Echándole un poco de imaginación para intentar cambiar el mundo». Beckett sonrió y dijo «Pero qué dice usted, hombre de Dios. Dentro de cinco años todos estos jóvenes que le rodean se habrán hecho notarios». Y pretendían que los obreros acompañaran en la aventura a aquellas criaturas.
Sólo un idiota como Sarkozy ha podido conferir cierto prestigio a ese prolongado disturbio afirmando que ahí está el origen de todos los males, que él estaba de parte de la moral y que iba a enterrar el 68, denostando aquello de lo que proviene su actualidad, la revuelta que hizo posible el mundo de hoy y la sociedad que se hace representar por él. Un converso como André Glucksmann se lo ha dicho bien clarito a Nicolás: «Lo mejor y que no debes olvidar fue la emergencia de un espíritu anti totalitario, la contestación del comunismo y los crápulas stalinistas, el comienzo del fin del Partido. A mi modo de ver, el mejor heredero político de la franqueza brutal de Mayo 68 eres tú, Nicolas Sarkozy». Ya lo creo que sí.
Esa franqueza brutal ya se había apoderado de la voz de la gauche divine mucho antes. Michel Chemin, un periodista de Libération implicado en los acontecimientos de mayo llegó a decir que había que «preguntarse si la clase obrera existe de verdad. Ya en aquella época tenía mis dudas, aunque hacía como si me lo creyera. ¡Pero es una estafa suponer que una clase ostenta un poder casi mágico, capaz de transformar la sociedad». ¡Ojo!, palabras dignas de un neo-con. Serge July, director de Libération hasta 2006, y ex–maoísta de Gauche Prolétarienne, celebra la desaparición de los arcaísmos de la izquierda: «El izquierdismo francés jugó un papel formidablemente positivo. Permitió llegar hasta el final, acabar con todas las ideologías de vanguardia». Tela marinera.
Y es que el 68 eliminó las últimas barreras culturales para hacer el capitalismo socialmente deseable, haciendo que funcionara mejor. En los 70 se abandonó la jerarquización fordista del trabajo, sustituida por una organización horizontal en red que primaba la iniciativa del trabajador y su autonomía, inspirándose en el discurso izquierdista de la autogestión obrera, que paso a convertirse en un leitmotiv capitalista. El feo socialismo seguía encastillado en la burocracia y la jerarquía administrativa, aspectos conservadores frente al revolucionario capitalismo digital, tan atractivo. La denuncia artística del situacionismo, con su crítica de la vida dedicada a la fábrica y la alienación cotidiana, facilitó la flexibilidad laboral y la temporalidad de los contratos, más ese desenfado poetizado por la publicidad. Todo ello ha sido muy bien analizado por Luc Boltanski y Eve Chiapello en El nuevo espíritu del capitalismo. Además, la retórica de la liberación sexual está presente y forma parte del entramado ideológico de las sociedades de consumo. Lo que se materializó, por tanto, es un nuevo espíritu del capitalismo, desde entonces menos contestado por su permisividad de costumbres. Fue ahí donde empezó el viraje hacia el liberalismo, sustituyendo una dominación por otra. El obrerismo histórico fue erosionado por la izquierda y la clase trabajadora, acusada de aburguesamiento y vista, desde Marcuse, como sostenedora del orden capitalista merced a su supuesta integración, fue abandonada definitivamente a su suerte. Puesto que no es el estatus social lo que estructura las diferencias sino la biología (ser joven, mujer o inmigrante, como en la mejor tradición del izquierdismo americano) la clase obrera desde entonces no ha hecho otra cosa que arrojarse en brazos del lepenismo. Normal. La exaltación de la juventud, una categoría invisible hasta entonces en el panorama social (y en consecuencia celebrada hoy hasta la extenuación por la publicidad), del individualismo, la liberación de las costumbres que ha hecho aceptable la dominación económica en las democracias burguesas... se lo debemos a mayo de 68. No tiene sentido, hoy, el tono elegíaco empleado por la izquierda para recordar aquellos días.
Hoy, cuando sesudos analistas se afanan en destripar aquellos acontecimientos desde el ofuscamiento, la trivialidad o la autobiografía, veo que tiende a pasar desapercibida la figura de Pompidou, el único revolucionario del 68, a la sazón Primer Ministro de Francia, y voy a explicar por qué.
Mi primera toma de contacto con el personaje se produjo hace años durante el visionado de Grands soirs et petit matins, el documental de William Klein que narraba los acontecimientos de mayo. En un momento del tedioso metraje aparecía Pompidou, en una intervención televisada, con una cara de terrible aburrimiento que contrastaba con el alboroto sobreexcitado mostrado hasta ese momento. Pompidou hablaba de una manifestación estudiantil, sin que acertara a recordar con claridad quién la había convocado. Pero es que a continuación anunciaba la dimisión del ministro de Educación, renuncia que había aceptado al regresar de Afganistán. Pompidou no se aclaraba si quien había regresado de Afganistán era el ministro o él mismo. Todo esto en medio del presunto hundimiento del capitalismo. Alucinante.
Contaba José Luis de Vilallonga en sus Memorias que durante las revueltas de mayo sostuvo una entrevista con Pompidou, aquel viejo maestro de escuela amante de la literatura y el arte moderno metido a política y un humanista que puso de moda la cultura, algo en lo que todos le imitan. De Gaulle había escapado a Alemania para reunirse con el general Massu solicitándole que entrara en Francia al frente de sus tropas para consolidar su poder. Mientras el nerviosismo en huida de De Gaulle hablaba de la “empresa totalitaria comunista”, preso de arcaísmos políticos y de un lenguaje superado por la historia, y declaraba que todo era una maniobra de Moscú, Pompidou se divertía viéndolo como un asustado Luis XVI. Así hablaba a Vilallonga en medio de la refriega estudiantil: «Si ganan ellos el mundo de mañana podría ser muy diferente. Pero no ganarán.» Interrogado por las causas que le llevaban a decir tal cosa, añadía: «Porque el mundo del trabajo no les seguirá. “A los jóvenes”, me dicen constantemente los sindicalistas con los que trato de poner fin a todo esto, “no hay que tomárselos nunca en serio”. Yo no estoy muy de acuerdo con esta premisa, pero los obreros no bajarán nunca a la calle para aliarse con unos chicos que por la mañana queman los coches de sus propios padres y que a la hora de almorzar vuelven a casa para sentarse a la mesa familiar. El mundo obrero no entiende de frivolidades y nunca dará su apoyo a unos muchachos que no saben lo que significa vivir de un salario. Además, ¿qué es lo que piden esos universitarios desde lo alto de sus barricadas? Piden algo que nadie les puede dar. Piden que la vida deje de ser tan aburrida.» Y sigue: «Es una suerte que De Gaulle haya huido a Alemania porque de haberse quedado en París habría sacado los tanques a la calle y esta algarada de visionarios podría haber acabado en una revolución de verdad, con sangre y muertes». Vilallonga concluye su relato de la entrevista e interroga a Pompidou sobre cuándo acabará todo esto: «En cuanto se cabreen de verdad las amas de casa», dijo como si fuera obvio. Qué grande.
Todavía no se ha superado este análisis. Pompidou fue mucho más lejos que nadie entonces: cuestionó a De Gaulle, disolvió la Asamblea Nacional y convocó elecciones, algo que se consideró suicida pero que conllevó una derrota histórica de la izquierda. De Gaulle lo sustituiría como Primer Ministro por haberle cuestionado, pero un año después se vería obligado a dimitir y Pompidou sería elegido presidente de la República, liquidando lo poco que quedaba en pie del gaullismo. Con él comenzaría la modernización económica y la ruptura con el clasicismo de Hausmann representada por la construcción la Torre Montparnasse: el estilo pompidoliano, esa manera de incorporar adefesios modernos en una fisonomía urbana clasicista tan replicada por la arquitectura moderna. Y a él se debe la construcción del Centro Georges Pompidou, donde se han llegado a proyectar los aullidos cinematográficos de Debord. De la clase obrera nunca más se supo.